Se dice, se repite: que lo más interesante de lo que se escribe y se publica hoy en Latinoamérica pertenece al género de la no ficción. Que es allí donde hay que buscar los saltos en altura, las cuerdas flojas, los riesgos de la forma y el estilo. Lo había dicho, casi igual, Tom Wolfe en 1973, en su libro El nuevo periodismo: que lo más interesante de lo que se escribía y se publicaba por entonces en Estados Unidos salía de la pluma de quienes se habían puesto al servicio de contar historias reales, y no de quienes seguían con los cuentos, las novelas. Esa lejana aseveración nos manda a ser prudentes. Porque si es verdad que aquellos años cambiaron el periodismo para siempre, mirados en perspectiva fueron también los años en los que un señor llamado John Cheever estaba en plena producción, un tal Thomas Pynchon publicaba El arco iris de gravedad, y un fulano llamado Don DeLillo hacía lo propio con Americana. Podría decirse, en todo caso, que en Latinoamérica hay buenos y malos periodistas, buenos y malos escritores, buenos y malos textos de ficción, buenos y malos textos periodísticos. Y que, en todo caso, como escribe Juan Villoro en su texto La crónica, ornitorrinco de la prosa, lo que ha cambiado es un prejuicio: "El prejuicio que veía al escritor como artista y al periodista como artesano resulta obsoleto. Una crónica lograda es literatura bajo presión".
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sábado, 27 de febrero de 2010
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